A LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD
Jueves 25 de octubre de 1906, Le anarchie N81
Todos los hombres, no importa en qué rincón de la tierra hayan nacido, bajo qué clima, o con qué religión los hayan marcado a su llegada, todos los hombres corren en pos de la felicidad; desean con cada una de sus células conquistar la felicidad.
Con este propósito, siguen vías, caminos bien diferentes, pero todos tienden hacía el mismo fin, hacia el mismo punto, y, a menudo, tras haber errado lejos los unos de los otros, terminan por encontrarse con las manos y los espíritus tensados por los mismos deseos. A la conquista de la felicidad.
Con vistas a ella, nuestros padres y madres nos preparan, nos fortifican, desde temprana edad. ¡Cuántos medios, cuántos métodos, cuántos sistemas! Y la felicidad huye lejos de los hombres, siempre inaprensible, siempre fugaz. Creemos tenerla y no es más que una sombra lo que estrechamos entre los brazos.
A la conquista de la felicidad iba el misionero atravesando los mares para encontrar el martirio, con el fin de ganar con mayor seguridad un pedazo de paraíso, un pedazo de dicha. Los caminos son contrarios, pero la muchacha casta, que macera su carne sobre la estrecha yacija de su celda, quiere conquistar la felicidad tanto como la muchacha lasciva a la busca constante de contactos eróticos que no la satisfacen jamás. El plácido comerciante que despacha, con los mismos gestos y las mismas palabras toda su vida, la misma mercancía y el anarquista soñador, al que mira como a un loco, no van menos el uno que el otro tras la conquista de la felicidad, aunque sea de modo bien diferente.
Digámoslo enseguida: ni los unos ni los otros la alcanzan o, más bien, ni los unos ni los otros la alcanzan en la forma etérea que se han complacido en darle. Queda todavía sobre nuestros hombros el peso de las concepciones religiosas y míticas de los primeros siglos. Vemos la felicidad como un estado beatífico, de dicha plena, en el cual bogaríamos sin cuidado alguno, sin trabajo alguno, sin esfuerzo alguno, en el seno de Dios, en su pura contemplación. Esperar el paraíso, construir la isla de utopía… ¿no son acaso la misma tarea?
La vida es la lucha constante, el trabajo, el movimiento perpetuo. La vida es la felicidad. Disminuir la intensidad de la vida es disminuir la intensidad de la felicidad… Es una falsa concepción de la felicidad la que impide a los hombres el poder alcanzarla. Se complacen en emplazarla donde no se encuentra. La decepción, por cruel que sea, no les impide caer de nuevo en los mismos errores, en las mismas tonterías. La felicidad está en la más completa satisfacción de nuestros sentidos, en el mayor uso de nuestros organismos, en el desarrollo más integral de nuestra individualidad. Pero la buscamos en la beatitud celeste, en el descanso de la jubilación, en la suave quietud de la fortuna.
La felicidad que tanto buscamos nos la jugamos cada día con ciertas palabras. La perdemos en nombre del honor de la patria, del honor del apellido, del honor conyugal. Por una palabra, por un gesto, tomamos un fusil, una espada o un revolver y vamos a ofrecer nuestro pecho a otro fusil, a otra espada, a otro revolver, por la patria, la reputación, la fidelidad eterna.
Buscamos la felicidad y basta la risa de una mujer (o de un hombre, según el sexo) para que se vaya por mucho tiempo de nuestro lado. Sostenemos nuestra felicidad sobre las más movedizas arenas, sobre la menos sólida de las tierras, a la orilla de los océanos, y gritamos cuando se va, arrastrada por la resaca o por la movilidad del suelo. Construimos castillos de cartas que el menor soplo puede destruir y enseguida decimos: «La felicidad no es de este mundo».
No, la felicidad tal como se nos ha mostrado, tal como siglos de servidumbre del cuerpo y el espíritu nos la han hecho percibir, no existe. Pero existe: es aquella que está hecha de la más amplia satisfacción de nuestros sentidos en cualquier momento de nuestra vida.
Planifiquemos la ciudad de la felicidad, pero advirtamos que no es posible edificarla más que en el terreno dejado por todos los extravíos, por todos los prejuicios, por todas las otras ciudades espirituales y morales que se han construido en su nombre. Dejemos a la entrada toda nuestra educación, todas nuestras ideas actuales sobre las cosas. Abandonemos a Dios y su inmensidad, el alma y su inmortalidad, la patria y su honor, la familia y su reputación, el amor y su fidelidad eterna.
Se nos ha hecho creer durante mucho tiempo en un paraíso después de la muerte; los gobernantes quieren hacernos creer en una felicidad reservada a nuestra vejez o conforme a nuestra fortuna… ¡Aprendamos a quererla desde ahora mismo, en cualquier circunstancia, en cualquier situación en la que nos encontremos! El gran problema de la felicidad no está tanto en determinar el camino que conduce a ella cuanto en poder asegurar la salud del cuerpo y del cerebro con el que lo emprenderemos.
TIERRANARQUISTA
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